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Se les acaba el cuento

por: Omar Gamboa

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Ricos, superricos y supersuperricos. Lo que requiere Colombia es una honda restructuración del sistema tributario que revierta la tendencia actual que concentra la riqueza y profundiza la desigualdad. Si no me creen, escuchen las cacerolas.   Daniel García-Peña El Espectador Envía REDGES A finales de los años 70 y durante los 80, tomando las lecciones del caso piloto impuesto en Chile por la dictadura de Augusto Pinochet de la aplicación de las teorías de Milton Friedman y los Chicago Boys, Margaret Thatcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos propagaron el modelo neoliberal, que se extendió a buena parte del mundo, incluyendo a casi toda América Latina, en los 90. Sus defensores se sustentan en gran medida en la tesis conocida en inglés como el “trickle down”, es decir, el “derrame”, mediante el cual la reducción de impuestos a los más ricos supuestamente redundaría en una mayor inversión en el sector productivo, generando así más empleo, permitiendo que los beneficios del desarrollo se “derramen” hacia las clases trabajadoras y los menos favorecidos. Sin embargo, después de varias décadas, lo que se ha demostrado es que la mayoría de los ricos utilizan los recursos no pagados en impuestos para comprar aviones privados, yates, apartamentos lujosísimos y otros bienes suntuosos, lo cual solo genera empleo en unos sectores muy reducidos. Más bien, se ha aumentado la concentración de riqueza y acrecentado los niveles de desigualdad, hoy más altos que nunca. Por mucho tiempo, los economistas a nivel mundial han estudiado a los pobres y la pobreza. Sin embargo, en un extraordinario libro recién publicado, Dinámica de las desigualdades en Colombia: en torno a la economía política en los ámbitos socioeconómico, tributario y territorial (Ediciones Desde Abajo, Bogotá, 2019), los economistas colombianos Luis Jorge Garay y Jorge Enrique Espitia estudian a los ricos y la riqueza. En línea con los trabajos del economista francés Thomas Piketty, Capital en el siglo XXI (2013) y Capital e ideología (2019), a la vez coincide con la publicación de El triunfo de la injusticia: cómo los ricos evaden impuestos y cómo obligarlos a pagar (2019), por Emmanuel Saez y Gabriel Zucman, economistas de la Universidad de Berkeley (California) que realizan un ejercicio similar para el caso de Estados Unidos. Garay y Espitia basan su trabajo en las declaraciones de renta presentadas ante la DIAN en 2017 y las discriminan para mirar a los ricos (el 10% más rico), los superricos (el 1% más rico) y los supersuperricos (el 0,1% más rico). Las conclusiones son verdaderamente aberrantes: los ricos pagan menos impuestos que los demás, lo cual era de esperarse, pero los superricos pagan menos que los ricos y los supersuperricos pagan menos que los superricos. ¡Increíble! Garay y Espitia hacen el mismo ejercicio tanto con personas naturales como con personas jurídicas y los resultados son bastante similares. En otro capítulo, analizan la inequidad interregional en Colombia a partir de la geografía de la desigualdad, la concentración de la tenencia de la tierra y la pobreza multidimensional municipal, entre otros. De nuevo lo que revelan es un cuadro abismal de desequilibrio e injusticia a nivel territorial. Pedirles a los ricos que paguen más impuestos no es un concepto comunista ni castrochavista. John Maynard Keynes defendía la redistribución de la riqueza no para acabar con el capitalismo, sino para salvarlo. Si la gente tiene plata en sus bolsillos, no sólo puede acceder a alimentación y servicios básicos, sino que consume más, favoreciendo la economía en general, es decir, a la sociedad en su conjunto. Cuando a Henry Ford le cuestionaban los altos salarios que les pagaba a sus empleados, él contestaba con una idea muy sencilla, pero contundente: Aspiro a que mis empleados tengan con qué comprar los carros que producen mis fábricas. Por geniales o innovadores que puedan ser los empresarios y emprendedores, ninguno de ellos hizo su plata por sí sólo. Todos dependen de sus entornos: utilizan las carreteras, los puertos, los aeropuertos, la infraestructura eléctrica, el agua y los acueductos; se benefician de la mano de obra educada en las escuelas y atendida en los hospitales; los cuidan los policías y los militares. Es decir, se enriquecieron en gran parte gracias a los bienes y servicios financiados por los recursos públicos, que salen de los bolsillos de todos y todas. Cobrarles impuestos justos a los ricos, superricos y supersuperricos es sólo exigirles que devuelvan una parte de lo que la sociedad contribuyó para que lograran sus riquezas. En términos generales, los tributos son directos, como impuestos a la renta o al patrimonio, o indirectos, como el IVA. Mientras los primeros se pueden graduar de tal forma que los ricos paguen más que los pobres, es decir, de manera progresiva, los segundos son profundamente regresivos, ya que recaen de manera preponderante sobre las clases medias y trabajadoras. En Colombia, y en la mayoría de América Latina, el financiamiento público se ha volcado cada vez más en las últimas décadas sobre los tributos indirectos en desmedro de los directos. Al momento de escribir esta columna, la reforma tributaria del gobierno de Iván Duque, eufemísticamente conocida como Ley de Crecimiento Económico, aún es incierta. Pero lo que sí es claro es que mantiene el mismo esquema, basándose en el viejo cuento del derrame. Propuestas como los tres días sin IVA constituyen una muestra de populismo barato y son un insulto a las clases medias y trabajadoras. Lo que requiere Colombia es una honda restructuración del sistema tributario que revierta la tendencia actual que concentra la riqueza y profundiza la desigualdad. Si no me creen, escuchen las cacerolas.